Pensador notable y caudaloso, Ezequiel Martínez Estrada es tal vez una de las mentalidades nacionales más profundas que desentrañó el espíritu argentino, con sus contradicciones y sus partos complejos.

Incómodo, vital y noble, Martínez Estrada condensa una altura reflexiva auténtica y alejada de las especulaciones de bajas calorías.

En 1933, tras escribir varios libros de poesía, publicó Radiografía de la Pampa, un libro nodal que, hasta hoy, resulta necesario para pensar a la Argentina.

De ese ensayo, Fractura Expuesta seleccionó tres fragmentos que reunió para conformar lo que se titula ahora como “La trilogía porteña de Ezequiel Martínez Estrada”. Esa trilogía congrega los temas: 1) La calle Florida 2) La noche 3) El tango.

La primera entrega corresponde a Florida.

“Florida es un estado de ánimo…”

1.

Florida es un estado de ánimo, como un templo o un lugar histórico. En su interior sólo se puede pensar de cierto modo, ver de cierto modo; Florida nos presta su alma mientras estamos dentro. Se penetra a ella en determinada disposición de ánimo, y hay días oscuros, evidentes, en que no podríamos transitarla sin cargo de conciencia. Tiene una personalidad muy fuerte, esa calle, porque es un templo, un rito y un dogma. Se camina más lentamente por allí que por otras partes; el pensamiento se modera, reflexionando con altura, abandona los pequeños cuidados a la divinidad y sufre todas las influencias peripatéticas.

Como calle fue, hacia 1823, la única empedrada; de manera que su abolengo es añejo. Ya era entonces la calle limpia, cuando aún en otras se arrojaban las basuras, formando ese piso fofo que en muchas partes malogra el asfalto y el adoquinado. Atrajo la peregrinación de la hora del rosario, que antes desfilaba por Victoria, donde el salón de Marcos Sastre presidía la moda de las letras. Calle de librerías, tiendas y modistos, para vestir en inglés y hablar en francés. Calle del Empedrado, calle de la moda. Las piedras del pavimento, muy caras porque la pampa no tiene piedras, hizo posible transitar por la calzada, y la gente siguió andando por ella hasta hoy.

Florida es la fachada de la ciudad y el traje del transeúnte. Es un salón al aire libre, donde se hace sociedad sin conversar, marchando. No es que la gente que pasea tenga que ir a alguna parte, es que otra cosa es sentarse y hablar. Un salón de urbanidad y simpatía, donde nadie se conoce ni se fastidia sino de pasada. Florida deja sin asociados al club, porque satisface la necesidad de sociedad sin ninguna exigencia. Satisface la elemental necesidad de compañía, sin los compromisos y las molestias de la amistad. Así es el templo, que une las almas y los seres, sin compromisos, Florida no es siquiera la sala, ese lugar de la casa que da a la calle y que es el hogar argentino; no crea vínculos de mancomunidad, de solidaridad: es una feria de galantería y compostura. Todas las clases sociales desfilan, iguales en el aspecto, bajo la apariencia del bienestar. Sólo se exige que se conozca el rito y que se crea en el dogma.

2.

El traje se convierte en uniforme de milicia en que se reclutan pobres y ricos. Los peatones de Florida parecen lectores de revistas de figurines; así la librería y la tienda transpusieron el umbral. El traje alcanza ahí, como en la vidriera, un sentido de fetiche. El traje es la persona y su «porte bonheur»; pero tan correcto que no tiene los pliegues y arrugas de la persona. Es el traje de cualquiera, sin las arrugas que enriquecen la fisonomía.

La falta de orientación en la vida, de sentido resuelto, de mesura espiritual, lleva al traje cuidado, que deja de ser una piel de género para ser un uniforme. Un pueblo bien vestido no es tanto un pueblo que ha resuelto sus problemas económicos, cuanto un pueblo que no tiene problemas interiores, ni arrugas. Un pueblo correctamente vestido puede estar en el tiempo etnográfico del tatuaje, que es un equivalente.

Aun vestir a crédito es haberse puesto por fuera el problema del costo; y en la casa del sastre. El vestido es para los demás, no un mero salvoconducto para circular por las calles, sino una fiesta que ofrecemos al transeúnte fuera de casa. Cuidar extremadamente el vestido a costa de otras necesidades que terminan por desaparecer, es vivir para la calle. El criollo se ve que proviene de hombres que han vivido muchos siglos en el café, que es la sala colectiva de los pobres. El traje es la vivienda que se lleva puesta. Acrecentar su valor hasta constituirlo rasgo fundamental, con detrimento de otros muchos más humanos, es vivir disfrazados. Es el otro sentido de Florida: un disfraz de lujo. El traje ha de concordar con nuestro estado económico, con nuestro modo de pensar; no debe concordar simplemente con otros trajes, hasta que vestir bien sea una «réclame» de sastrería.

Horacio Coppola, calle Florida (1936).

Florida es el traje de domingo de Buenos Aires, que usa todos los días. Como el que nosotros vestimos, adquirió la calidad de fetiche, desde que Rivadavia y Belgrano quisieron transformar nuestros hábitos a base del vestido; y el fetichismo es la religión de ese templo en que se marcha. Hay político, profesor o hijo de prócer que ya no podría cambiar su indumentaria sin que aboliese su personalidad, perdiera prosélitos o renegase del apellido. Están condenados a su traje, se han convertido en parásitos de su indumento. Pero todos vestimos bien; y entonces el traje es un dato inexpresivo. Ricos y pobres vamos, iguales en la fe, ostentando nuestra segunda naturaleza.

La blusa del obrero, el saco de lustrina del oficinista, el delantal de brin de la empleada, vienen a ser los trajes de las tareas que se usan en las horas de ganarse el pan. Con la blusa, el saco de lustrina y el delantal de brin acaba el duro destino, y acaba la tarea. Se dejan como máscaras de ficción, y el traje y el vestido de calle llevan a la realidad de una vida que se espera o que se quiere que sea más cierta que la otra: la otra vida. Por Florida se entra a esas horas religiosas. Pero el traje oculta la verdadera situación de la blusa, del saco y del delantal; oculta particularmente la pobreza, que es deprimente y que se deja encerrada en el armario; y viene a resultar así un disfraz verdadero, porque es lo que escamotea el signo del trágico destino. Despojándose de la blusa y del delantal, se desjojan de su papel verídico, y vienen a vivir la ilusión arrastrados por la muchedumbre espléndida. Así se originó el teatro. Las figuras comunican de su ficción de personas de teatro y la ilusión es general porque todos creen en ella. El traje oculta la tragedia del destino y promueve al protagonista a la categoría de un soñador.

3.

El comerciante alcanza jerarquía instalándose allí; la población que divaga se considera señora de las vidrieras, que son los frentes espirituales de los edificios. El comerciante que exhibe su mercadería en Florida, posee esos materiales con que se sueña en la calle, y los exhibe como iconos de la fe. Las vidrieras son también trajes; los trajes de las casas. Las vidrieras son todo; y los frentes de las casas, quizá de los más feos en el centro, no se ven. La vidriera no deja ver el frente. Hasta esa superficie que la casa viste para la calle, el frente, que es lo principal de la vivienda porteña, aquí cede su prioridad a la vidriera. Los edificios, grises, bajos, viejos no existen y si existen son arrebatados por los letreros luminosos en que comienza el sueño del cielo. Se mira hasta la altura de la cabeza y de ahí para arriba como en toda calle angosta no interesa lo que sigue. La realidad llega basta la altura de las cabezas descubiertas. Mirar sin elevar la vista da una perspectiva familiar a las cosas, un ámbito reducido e íntimo, de sala. Florida acaso es Florida por su estrechez que nos impide retiramos y ver sus vidrieras a una distancia conveniente, despegándonos de su ficción.

Horacio Coppola, calle Florida a las 20 (1936).

4.

Como en el cine, se sueña con la fortuna y el amor. El lujo de las vidrieras, con alhajas, objetos artísticos, sedas, perfumes, libros, radios, aparatos de proyección, hace de Florida el escaparate de nuestra ambición. Esos objetos son tan nuestros como del comerciante: son fragmentos de nuestra ambición. El verdadero dueño tiene juntos esos elementos que queremos tener, como símbolos de una opulencia que alcanza hasta para el derroche, según pasa en los sueños. Y así es Florida como el cinematógrafo, mediante cuya magia nos aposentamos en palacios de multimillonarios, en pobres piezas higiénicas de costureras ideales, en casitas de campo sin mosquitos ni aguas estancadas, y compartimos la vida azarosa de los hombres de mundo y de los reyes industriales, de los bandidos y de los artistas, o conseguimos a los treinta años un amor con que soñábamos a los dieciocho.

Esos escaparates nos ofrecen también la obtención en sombras de pantalla, de lo que está más allá de nuestras manos y de nuestro destino, detrás de sus vidrieras. Todo lo que ese público que transita al mediodía y al atardecer sueña de noche o en los intervalos de su tarea, todos los sueños concentrados en el brillante, en la mujer hermosa, en el libro célebre ahí están, accesibles como en las sombras y luces de la pantalla. Ahí está el Jockey Club, que es también el escaparate interior de Florida, donde se sueña con los árboles genealógicos, que han dado mil metros cúbicos de madera este año, y con los toisones vivos que han bajado de precio en Liverpool, y con el juego, que es la maquinaria de la esperanza. Ahí están los bares en que sueñan los artistas, las joyerías y las tiendas en que sueñan las mujeres, las librerías en que sueñan los escritores.

Lo hermoso de esta gran ficción es que todos quieren engañarse sin utilidad, que todos están un poco en el secreto y que admiten las apariencias como apariencias, concediéndoles un sentido de realidad. Y si alguien piensa, como en la iglesia o en el teatro, que todo eso es mentira, no lo dice; y Florida sigue existiendo en las almas de los fieles.

5.

Una vez admitida la ficción, como en el film, lo que ocurre es perfecto, lógico y verídico. Así los chicos juegan a ser príncipes, generales y bandoleros, sin que a ninguno se le ocurra hacer notar al otro que no es príncipe, ni general, ni bandolero. Una palabra de franqueza que se pronunciara en esa calle, destruirá quizá la ilusión, si una palabra puede alguna vez ser más fuerte que cien años.

En última instancia, esos momentos de tránsito, como las horas que transcurren en el vestíbulo del cine durante la función, son impotentes para contrarrestar el efecto de la película, en el interior de la sala. Ese sueño de opulencia, de abundancia, de lujo, de un buen sueldo y buen dividendo, estimulado por la planta baja de los edificios, que en realidad no tienen otros pisos, ni los necesitan, es lo que soñamos contemplando un trozo de la realidad, el que ha llegado a quedar concluido, el que todos convinimos en no despertar ni someter a examen.

En Florida encontramos el día de fiesta en el día hábil, y nuestro estado de ánimo es suyo. El tema de las conversaciones está condicionado por el ambiente: se habla de proyectos y no de fracasos. Se habla de lo que la calle quiere. Florida es un espejo cóncavo, que nos devuelve la imagen agrandada de lo que pensamos que somos y seremos. Se traga esto que somos hoy indefectiblemente y nos da confianza en lo que no tiene remedio. El estado de ánimo es optimista, porque hay más luz que en nuestra casa, porque la gente no es hostil si no va en grupos y porque nadie parece pensar en cosas reales. La ebriedad del éxito y de la fama acompaña a los que salen del bar y de la librería; el amor accesible aparece con las mujeres que salen de las tiendas. Un aliento de nuevas posibilidades trae cada uno que entra a la calle. Todos flotan sobre la realidad. Aun al oído se dicen cosas que no avergüenzan en alta voz. La conversación también es vestido en Florida. Basta entrar en ella de cualquier otra calle, para advertir que se habla de otros temas y que las preocupaciones dejan de ser triviales y se vuelven grandiosas en una intrépida perspectiva. Es un paseo de gigantes. Desde hace más de cien años en Florida se ha convenido en ser así. Por esa calle, que detesta la voz sincera, han nacido las utopías que han sostenido tantas ilusiones de riqueza, de cultura, de las que algo queda al fin. El gran argumento de esta comedia de lo que soñamos, se monta aquí con todo el lujo de las escenas bien cuidadas, y al cabo algo persiste del maquillage en la cara del pobre que vuelve a su casa a encontrarse otra vez frente a frente con su vida.