Por Pascal Quignard *

Todo sonido es lo invisible bajo forma de perforador de coberturas. Ya se trate de cuerpos, de recámaras, de departamentos, de castillos, de ciudades amuralladas. Inmaterial, franquea todas las barreras. El sonido ignora la piel, no sabe lo que es un límite: no es interno ni externo. Ilimitante, no es localizable. No puede ser tocado: es lo inasible. La audición no es como la visión. Lo contemplado puede ser abolido por los párpados, puede ser detenido por el tabique o la tapicería, puede ser vuelto inaccesible incontinenti por la muralla. Lo que es oído no conoce párpados ni tabiques ni tapicerías ni murallas. Indelimitable, nadie puede protegerse de él. No hay un punto de vista sonoro. No hay terraza, ventana, torreón, ciudadela, mirador panorámico para el sonido. No hay sujeto ni objeto de la audición. El sonido se precipita. Es el violador. El oído es la percepción más arcaica en el decurso de la historia personal -está incluso antes que el olor, mucho antes que la visión- y se alía con la noche.

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Ocurre que el infinito de la pasividad (la recepción apremio invisible) se basa en la audición humana. Lo resumo en la fórmula: las orejas no tienen párpados.

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Oír es ser tocado a distancia.
El ritmo está ligado a la vibración. Por eso la música vuelve involuntariamente íntimos unos cuerpos yuxtapuestos.

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Oír es obedecer. En latín escuchar se dice obaudire. Obaudire derivó a la forma castellana obedecer. La audición, la audientia, es una obaudientia, es una obediencia. Los sonidos que el niño oye no nacen en el instante de su nacimiento. Mucho antes que pueda ser su emisor, comienza a obedecer a la sonata, materna o por lo menos irreconocible, preexistente, soprano, ensordecida, cálida, arrulladora. Genealógicamente —en el límite de la genealogía de cada hombre- la obediencia prolonga la attacca sexual del abrazo que lo procreó. La polirritmia corporal y cardíaca -después aullante y respiratoria, luego hambrienta y gritona, más tarde motora y balbuceante, en fin lingüística- es tanto más adquirida cuanto parece espontánea: sus ritmos son más miméticos y sus aprendizajes más contagiosos que voluntariamente desatados. El sonido no se emancipa nunca del todo de un movimiento del cuerpo que lo causa y lo amplifica. La música jamás se disociará por completo de la danza cuyos ritmos anima. Del mismo modo, la audición de lo sonoro no se separa nunca del coito sexual ni de la formación fetal «obediente» ni del lazo filial lingüístico.

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No hay hermetismo ante lo sonoro. El sonido toca illico el cuerpo, como si el cuerpo ante el sonido se presentara, más que desnudo, desprovisto de piel. Orejas, ¿dónde está vuestro prepucio? Orejas, ¿dónde están vuestros párpados? Orejas, ¿dónde están la puerta, las persianas, la membrana o el techo? Antes del nacimiento y hasta el último instante de la muerte, hombres y mujeres oyen sin un instante de pausa. No hay sueño para la audición. Por eso los instrumentos que despiertan apelan al oído. Para el oído es imposible ausentarse del entorno. No hay paisaje sonoro porque el paisaje supone distancia ante lo visible. No hay apartamiento ante lo sonoro. Lo sonoro es el territorio. El territorio que no se contempla. El territorio sin paisaje.

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El oído, en el adormecimiento, es el último sentido que capitula ante la pasividad sin consciencia que viene.

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La música no se examina ni se encara.
La música arrebata de inmediato en el arrebato físico de su cadencia tanto al que la ejecuta como al que la padece.

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El auditor, en lenguaje, es un interlocutor: la egophoria pone a su disposición el yo y la posibilidad abierta de responder en todo momento. El auditor, en música, no es un interlocutor. Es una presa que se entrega a la trampa.

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La experiencia sonora es siempre otra que personal: a la vez preinterna y pre- externa, en trance, arrebatadora, es decir a la vez pánica y anestésica, apresando todos los miembros, apresando el pulso cardíaco y respiratorio, ni pasiva ni activa; altera; es siempre imitativa. Solo hay una única y muy extraña y específica metamorfosis humana: la adquisición de la lengua «materna». Es la obediencia humana. La ordalía de la música es profundamente involuntaria. La voz se produce y escucha al mismo tiempo.

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El objeto intangible, inhusmeable, inalcanzable, invisible, asemántico, inexistente de la música. La música es incluso más nada que la muerte que ella llama en la convocación pánica de las sirenas.

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El oído es el único sentido donde el ojo no ve.

 

* Extracto del libro El odio a la música (Editorial Andrés Bello, 1998).