«La guitarra, antes de ser guitarra, esa madera, ese gajo, integrante de la selva, tiene que haber recibido toda clase de pájaros”, decía Yupanqui que ratificaba su convicción de que todo instrumento contenía el canto de las aves que habitaron el árbol que le dio origen.

“Era una madera llena de vibraciones, de infinitas vibraciones (…) La guitarra estaba plena de sonidos. Entonces ¿no será, en cierto modo, una pretensión pensar que es el hombre el que está enriqueciendo el sonido de esa guitarra?”, se preguntaba Atahualpa, nacido el 31 de enero de 1908 en la localidad de Juan Andrés de la Peña del partido de Pergamino (Buenos Aires).

“Todo lo sabe la guitarra, no tiene un secreto para ocultar. Todo lo atesoró en sí y lo da. Lo da cuando, tal vez, lo merece la mano que la busca. En la medida en que no lo merece, la guitarra se puede negar”, decía Yupanqui, el hombre del corazón cósmico.

Tiempo del hombre (Atahualpa Yupanqui)

La partícula cósmica que navega en mi sangre
es un mundo infinito de fuerzas siderales.
Vino a mí tras un largo camino de milenios
cuando, tal vez, fui arena para los pies del aire.

Luego fui la madera, raíz desesperada
hundida en el silencio de un desierto sin agua.
Después fui caracol, quien sabe dónde.
Y los mares me dieron su primera palabra.

Después, la forma humana desplegó sobre el mundo
la universal bandera del músculo y la lágrima.
Y creció la blasfemia sobre la vieja tierra.
Y el azafrán, y el tilo, la copla y la plegaria.

Entonces vine a América para nacer en hombre.
Y en mí junté la selva, la pampa, y la montaña.
Si un abuelo llanero galopó hasta mi cuna,
otro me dijo historias en su flauta de caña.

Yo no estudio las cosas ni pretendo entenderlas.
Las reconozco, es cierto, pues antes viví en ellas.
Converso con las hojas en medio de los montes
y me dan su mensaje las raíces secretas.

Y así voy por el mundo, sin edad ni destino.
Al amparo de un cosmos que camina conmigo.
Amo la luz, y el río, y el silencio, y la estrella.
Y florezco en guitarras porque fui la madera.