La noche es un momento especial. Desde que en el mundo diurno reina buena parte de las obligaciones, el día se convirtió para la mayoría en rutinario y muchas veces alienante. Pero la noche mantiene cierto poder de mostrar el otro lado de lo que en la vigilia era irrisorio o negado. Momento de silencios y de insomnios, lo insignificante cobra inusitada importancia. Y lo mismo lo contrario. Es que en la noche, donde impera el silencio, la introspección puede volverse algo indomable que lo invade todo. Y encima esa oscuridad, que por mas luz eléctrica que haya, pone en foco cosas distintas, que adquieren otro peso. Por eso en la noche, así como se estrenan angustias, también se tejen ilusiones.
Y como dicen que a todo se vuelve, aunque cada vez de una forma distinta desde que la vida es vida, Alfredo Piro retoma una vez más ese interrogante sobre la oscuridad como eje artístico. No es la primera vez. En su adolescencia y juventud más temprana, ya había incursionado en el terreno del rock de los ochenta, dentro aquello que se denominaba “after punk”, o “Dark” para los amigos. En ese momento integró distintos grupos que transitaban el circuito obligado de entonces, desde el Parakultural a Cemento. Pero años después se le cruzó el tango en el camino por y después una senda ascendente como cantor, en la cual ya editó tres discos dentro del género y sus límites.
Desde el primero “Bien Debute” de 1998 donde investigaba las posibilidades del género, pasando por “Segundas Intenciones” en el que ya les buscaba los límites a los clásicos, llegó en este 2007 a su tercer disco “… Oír de noche” el cual se encuentra presentando y cuyo título hace las veces de indicador del modo de disfrutar el material, ya que todas las interpretaciones fueron pensadas para la escucha en los momentos posteriores a la puesta del sol.
Ante una Casona del Teatro plenamente colmada, el cantor se presentó con el acompañamiento mínimo de un cuarteto compuesto por la guitarra de Hernán Reinaudo (quien también se ocupa de la dirección musical de los últimos proyectos de Piro), contrabajo, violín y percusión, que favorecieron el desarrollo de una atmósfera intimista y elaborada en ejecución y arreglos.
Y aunque los temas del último disco fueron mayoría, no se privó de interpretar algunos de “Segundas Intenciones”, como “Los cosos de al lao” (Canet – Larrosa) con una hermosa intro de violín y percusión; la graciosa y looser milonga “En el corsito del barrio” (Aznar – Yiso); el abordaje bossa-nova de “Mariposita” (Aieta – García Jiménez) y una versión de “El choclo” (Villoldo – Catán- en la letra de Discépolo) ya no tan extraña como la registrada en el CD.
Pero en cuanto a “… Oír de noche”, el repertorio fue mucho más vasto. Desde la increíble versión de “Nada” (Sanguinetti – Dames) con la que abrió el show en un comienzo despojado solo con guitarra y en una cadencia media roqueada, pasando por el enérgico abordaje de “Ventarrón” (Staffolani – Maffia) con hermosas partes de un violín que parece jugar y que termina en un final poderoso. Uno podría preguntarse si realmente la noche es solo el título del disco o hay algo conceptual que la aborda en el repertorio. Y quizás la respuesta, siempre relativa, esté en el cómo se abordaron los temas interpretados, mas allá del contenido de sus letras.
Hay una delicadeza, una melancolía de fondo y un respeto a los silencios entre notas que, por qué no, se prestan a dejarse llevar en los momentos de balance de cada final de jornada. Y por supuesto, con la voz de un cantor que en la interpretación de una letra, sabe jugar con ella sin dejar que en el juego se diluya el significado.
En esta sintonía estuvieron el vals “Sueños de Juventud” (Discépolo) acompañado solo por guitarra y violín o “En un feca”, tango anónimo en arreglo de Bartolomé Palermo, interpretado maravillosamente en la guitarra por Reinaudo.
También hubo versiones del rock, como la de La Bersuit “No seas Parca” (Céspedes – Subirá) o la versión candombeada de “Close to me” (R.Smith) de The Cure, sin duda una de las novedades que deparó el género en el año que cierra.
Y hubo abordajes camperos al repertorio de Alfredo Zitarrosa, con “Doña Soledad” donde Piro demostró sus dotes de decidor y la emocionante “Que pena”, versión hermosa acompañada solo con guitarras que simplemente hizo estallar la ovación del público y con la que cerró el show.
Alfredo Piro es un cantor refinado, que encuentra un delicado equilibrio entre lo clásico y lo nuevo, frontera en la que se mueve cada vez con más soltura. Quizás este show sirva como síntesis de lo que es el tango hoy. Ese límite. Esa frontera. Algo que sigue, pero también que cambia necesariamente, como cambiamos todos. Una cosa que debería suceder naturalmente, pero que al tango, por algún misterio, hace décadas que le cuesta. Piro es un buen ejemplo de que ese camino se puede transitar con naturalidad, casi como dejándose llevar, tranquilo y relajado, como se debería vivir la vida.
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