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Fractura Expuesta

Los espectros tangueros colándose en el rock

Gardel y una stratocaster (imagen gentileza "Eameo")

Doble A

Los espectros tangueros colándose en el rock

Por José Arenas • Los misterios del tango filtrándose en otras músicas. El caso de «Colombina», de Jaime Roos.

Una de las cosas más fascinantes que tiene el tango, es la forma de colarse en otros géneros. Quizás sea la tangolencia de la que hablaba Luis Alberto Spinetta, esa conexión que tiene la música orillera con la canción urbana en general. Es el espíritu dramático del barro rioplatense el que crea la esencia fundamental de la canción que nace por estas latitudes, y en esa tierra primitiva del sur, allí, en el fondo marrón del rioplateado monstruo, está el fantasma tanguero metiéndose por cada intersticio de la música y del verso que nace por aquí, en su vientre al sol.

Se hace casi inevitable para los compositores que andan estos lares, no mancharse con la densidad y la poesía que llueve del repertorio infinito del tango. Exagerando un poco y gozando con la exageración, decimos que el tango decide qué canción le pertenece y cuál de ellas no. Los espectros del bandoneón andan mordiendo y revisando los tachos dignísimos del rock o del folklore y sus adyacentes de canción urbana y, fatalmente, lo que tocan es, definitivamente tango. Si no ha nacido tango, le ha goteado la lágrima negra encima y ahora esa canción que pertenece a las ciudades es, entonces, una prima más de las yirantas brujas que el tango o la milonga tienen.

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Por eso hay tango en la oscuridad lírica de Charly García o en la música desenfrenada de Fito Páez, en el ciudadano y criollo rock de Miguel Cantilo, en la melancolía de Litto Nebbia, en el lunfardo amasado de tantas bandas jóvenes, en los ejercicios poéticos de Raúl Castro, en la inicial urbana de Jaime Roos, en la voz rasposa y seductora de Fabiana Cantilo, en el fuego híbrido y desgenerado de Mónica Navarro. En definitiva, acá hay tango.

El caso Jaime Ross y «Colombina»

En 1991 sale a la calle un disco fundamental en la carrera de Jaime Ross, “Estamos rodeados”. Dentro del repertorio del cantautor uruguayo, este disco trae consigo varias de las piezas más logradas del músico. Algunas de ellas se convirtieron en obras muy populares como “Inexplicable”, un bolero cantado a dúo con Laura Canoura o “El hombre de la calle”, un rock pop de alma dolorosamente montevideana. Otras como “Laraira” o “Huayno del ciego” han circulado menos en la historia de Roos aunque sean verdaderas joyas del cancionero popular uruguayo.

Pero una de las canciones que más alcance tuvo en el repertorio popular y que, hasta hoy, es uno de los puntos fuertes en la obra de Jaime Roos es “Colombina”. Se trata de una murga canción de melodía simple y muy pegadiza que relata la historia de amor trunca entre un murguista y una chica que asoma su explosivo gesto seductor desde el público con una sonrisa que se guarda el entusiasmo del muchacho para sí y lo lleva a atravesar la noche en su búsqueda, una vez comenzado el periplo que las murgas hacen noche a noche, de tablado en tablado.

En Colombina «se esconde un corazón melancólico de tanguito triste».

La lírica sencilla que maneja Roos, el clima más bien descriptivo de cada uno de sus versos y la construcción de una “narrativa” concreta dentro del tema lo emparentan con tangos clásicos, algunos del repertorio gardeliano, en los que el carnaval y sus personajes son el escenario principal donde aparece siempre, a modo de mini ópera, una historia para ser contada. Especialmente pueden tomarse como ejemplo dos tangos de Anselmo Aieta y Francisco García Giménez: “Siga el corso” y “Carnaval”.

“Colombina” es un tango. Es una forma otra de llevar la tradición del romance florecido y caído en medio de la fiesta. Aquí continúa una visión filosófica del mundo.

Al estilo de esos tangos de las primeras décadas del Siglo XX, Jaime Roos toma el escenario del carnaval, en este caso el montevideano, para crear una historia de amor que, a la vez que tiene un final trunco, fantasea con la esperanza del encuentro en una música pegadiza, irremediablemente saltarina a modo de un cuplé risueño pero donde se esconde un corazón melancólico de tanguito triste. Aquí no hay, finalmente, una historia feliz a la vez que se dibuja el universo donde no todo es unívocamente cruel.

Detrás de la historia y sus personajes que se pierden en el viento como los papelitos de colores caen fulminados por una llovizna, florece un clima que sigue alentando la idea esperanzada de que un día seremos felices. Se cuela, detrás de esta canción la vieja y engañosa ilusión de que todo el año es carnaval. Por eso, como en la tradición primigenia, éstas son, shakesperianamente, unas alegrías imperfectas. No son tristezas. Son felicidades a las que se les corre el maquillaje cuando la noche se agota y deja paso a la luz de la madrugada.

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Con su coro murguero original, con su melodía perfecta, con sus armonías que pasan de lo brillante a lo sentimental en pocos compases, “Colombina” es un tango. Es una forma otra de llevar la tradición del romance florecido y caído en medio de la fiesta. Aquí continúa una visión filosófica del mundo. Hay un instante de fuego, hay un momento de brillo y el goce es aún más intenso cuando sabemos que a todo segundo de felicidad, en pocas horas, ha de quemarlo los rayos del sol.

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