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Oda a la radio

En pocos días se cumplen 100 años de la primera transmisión radial en la Argentina. Reflexiones sobre un dispositivo clave en la difusión de la música popular y parte sustancial de la cotidianeidad de muchos.

Por Carlos Bevilacqua *

¿Qué es la radio en tu vida? ¿Y qué fue? Parafraseando a Eduardo Sacheri en aquel cuento sobre Maradona, “me van a tener que disculpar” pero este va a ser, en una inusual proporción, un texto en primera persona del singular. Aunque con toda la intención de que como lectores logren empatizar, emocionarse y, sobre todo, valorar lo que hasta ahora ha significado en nuestro devenir diario ese sistema de transmisión del audio ya casi centenario.

Yo, al menos, estoy seguro: lo que llevo de vida hubiese sido mucho más gris de no haberse inventado y generalizado la radio como medio masivo de comunicación. Sabría mucho menos. Conocería muchas menos músicas. Mis períodos de soledad hubiesen sido más amargos y las tareas hogareñas mucho más anodinas. Es más: durante mi infancia y adolescencia, mi colección de música grabada hubiese sido mucho menor, porque  estaba compuesta –en buena medida– por casetes que registraban emisiones radiales.

Un amor no posesivo

Se me dirá: “Tu afán de conocimiento hubiese encontrado otro cauce”. Puede ser. Pero también pienso que difícilmente hallase uno que me permitiera, simultáneamente, limpiar el piso, cocinar o bañarme. Al menos en los años ’80 y ’90. Siempre se ha dicho (y con razón) que, a diferencia de la televisión, la radio te da sin cooptarte.

Por esa misma razón, tampoco exige permanecer quieto, como sí requiere la tele. O un libro, o el celular. Entonces, desde que se creó el receptor portátil (hace ya unos 60 años), también se puede escuchar radio fuera de casa. Sea en un punto fijo o en movimiento. Hasta en privado, desde que se generalizaron los auriculares; y hoy con flexibilidad horaria, desde que están disponibles los podcasts y plataformas como RadioCut.

¿AM o FM? Sí, claro: ¿por qué no AM y FM? ¡Las dos a la final! Aunque es bastante evidente que una es madre y la otra hija: fueron varias las décadas en que sólo existió la primera y un par más en las que, aun con descendencia, fue hegemónica.

«Lo hablado parece ser más cercano y más eficaz si llega en kHz. Los matices de la música, en cambio, se pueden apreciar mejor en el rango de los MHz»

Si nos dejamos guiar por los mensajes de los oyentes, la AM ya parece restringida al público mayor. Pero la frecuencia modulada, durante sus primeros años de carácter estrictamente musical, hoy abunda en palabras (pareciéndose cada vez más a su mamá, ¿será porque también está envejeciendo?). Lo cierto es que hace ya bastante que muchos de los nuevos dispositivos con radio no incluyen AM. Es que en el hemisferio norte, donde se fabrica y consume la mayoría de esos aparatos, la amplitud modulada ya es historia.

La radio en la cocina, un clásico de los «radieros».

Como sea, acá la AM resiste. Y tiene su sabor. Ese sonido mono tiene una calidez que por alguna razón ¿emocional? la brillantez de la FM no consigue. Por más estéreo que se traiga entre manos. Lo hablado parece ser más cercano y más eficaz si llega en kHz. Los matices de la música, en cambio, se pueden apreciar mejor en el rango de los MHz.

¿El tango constituye una excepción? En este punto las bibliotecas se dividen. Y quien les habla también, según el día. Aunque pareciera darse un maridaje natural entre tango y AM, es insoslayable el mundo que se abrió en marzo de 1990, cuando inició sus transmisiones FM Tango (luego FM de la Ciudad y hoy La 2×4). ¡Había en el tango mucho más para escuchar! ¿Pero qué nos pasó cuando por primera vez cruzamos el charco y en Montevideo escuchamos la voz de Gardel en un loop cuasi-infinito gracias a Radio Clarín, histórica AM? ¿O, sin ir más lejos, cuando volvemos una y otra vez a la AM General Belgrano, con su porfiado tango tradicional, propalado desde Nueva Pompeya?

Mucho con poco

También se ha dicho muchas veces que la radio estimula la imaginación. Es posible que en términos relativos así sea. Algo es seguro: al emitir sólo voces, música, efectos, ruido ambiente o sugestivos silencios, favorece el desarrollo del oído. Y, como una especie de efecto secundario, nuestra imaginación.

¿No es además un medio más democrático, en tanto más accesible y ecuánime? Al menos desde el lugar del oyente, por el costo de un aparato receptor, su tamaño promedio y su capacidad de funcionar con electricidad o a pilas, la radio se posiciona mejor que una serie de Netflix o un texto, así sea web.

Del lado emisor, el asunto es más complejo. Pero aun así, el peso específico del mensaje parece estar más focalizado en el contenido (lo que se dice, la música que suena) que en el envase (como sí suele pasar en la tele y en muchos medios gráficos). ¿Cuánto tendrá que ver el lugar que ocupa en la radio la palabra? Sí, estamos comparando peras con manzanas. Pero todas frutas, señores.

Bien de familia (y de solitarios)

Otra sensación que se instaló fuerte en este redactor durante los últimos años es esta: la escucha de radio es un hábito propio de solitarios. Que no es lo mismo que solos. Y por una sencilla razón: la presencia de otros (cuanto más parlantes, peor) dificulta la atención. Entonces, no se trata sólo de querer, sino también de poder. En cualquier caso, es bueno saber que mientras haya emisiones radiales la soledad no será absoluta.

¿Cómo explicar, si no, el gusto por dormirse con la radio encendida? Freudianos de cotillón, abstenerse. Doy fe de que el hábito se puede sostener aun durmiendo con alguien al lado, pero admito que nunca deja de ser un gesto en busca de complicidad.

«El gusto por la radio es hereditario. Invito a los radieros a pensar si sus padres escuchan o escuchaban radio»

Creo que en mi caso el trastorno de comportamiento arrancó allá por 1985, cuando ya prefería dormirme con la radio encendida, a volumen bajo y junto a una columna del pasillo cercano a mi habitación. Es que sólo desde ahí se captaba Radio El Mundo, que de 1 a 3 de la madrugada ofrecía «Demasiado tarde para lágrimas», el primer programa de Alejandro Dolina, en aquel entonces secundado por Adolfo Castelo. Aquella rudimentaria Casio portátil no se apagaba sola, así que la todavía insospechada función Timer era ejercida cada noche por mi santa madre que, justo antes de irse a dormir, la apagaba.

Tranquilos. Que no panda el cúnico… Hoy sé que puedo dejar de escuchar radio cuando quiera. Pero la preferencia por dormirme escuchando lo que para mí es buena música o lo que para mí son personas inteligentes, se mantiene.

Por otro lado, tengo para mí que el gusto por la radio es hereditario. Invito a los “radieros” a pensar si sus padres escuchan o escuchaban radio y qué pasa con sus hijes, aquelles que les tienen. Yo, por mi parte, aprovecho para agradecerle a mi viejo haberme transmitido su afición a la radio, onda corta incluida (algunas noches de verano en que las condiciones meteorológicas favorecían la captación de Radio Francia Internacional, La voz de las Américas o Radio Moscú). Y me reconozco en el incipiente gusto de mi prole por musicalizar sus horas con el dial.

Un aleph omnipresente

Tal vez sea demasiado autorreferencia, pero viene a cuento. Al menos para que sepan con qué buey aran. En mi casa hay al menos una radio por cada ambiente. Y no es una manera de decir: en el baño también hay una. Permanente.

Es que uno nunca sabe cuándo va a disponer de un rato para sintonizar. Y hay muchas necesidades que satisfacer: música de diversa índole (comentada o no), actualidad política, partidos de fútbol, sus absurdas secuelas dialécticas (siempre que River o la Selección no hayan perdido, claro), programas sobre historia argentina, sobre cine, sobre libros, los de entrevistas, los de humor… El oyente pertinaz tiene un programa preferido para cada horario de cada día. O casi.

Otro clásico: la radio desde la cama.

Lo cual no excluye la siempre atractiva exploración del dial en busca de novedades. A veces hasta se descubren emisoras desconocidas, por nuevas o porque uno no había dado antes con ellas. Aunque suene un poco Corea del Centro, pienso que –sea parte de un poderoso grupo empresario o una humilde AM del Gran Buenos Aires– cada una tiene su encanto. A veces en la programación, a veces en la música, a veces en la estética de separadores y audios institucionales. En el mejor de los casos, en varios planos.

«Existe una cultura de la radio»

No sé ustedes, pero yo tengo una preferencia ya veterana por las radios públicas. Más allá del signo político del gobierno de turno, suelen tener un piso de calidad y pluralismo menos frecuente en las emisoras privadas. Sin ir más lejos, pensando en la música ¿cuántas otras señales de aire profundizan tanto en las naturalezas del tango y el folklore como lo hacen La 2×4 y la Nacional Folklórica, respectivamente?

Me animo a postular que, aunque no reconocida formalmente, existe una cultura de la radio. Y como buena parte de la cultura popular, todavía poco estudiada por la academia.

Ya no bailamos en derredor de la radio-mueble (aquella a galena) como hicieron nuestros abuelos en la primera mitad del siglo XX. Aunque me consta que hay excepciones. Como sea, nunca está de más hacer que la música pase por el cuerpo. Ni recordar todas las funciones que la radio, a transistores o como parte de un equipo de música, cumplió en el devenir de tantos de nosotros.

Por eso, a los creadores de ese mecanismo de transmisión del sonido a gran escala, pero sobre todo a los locutores, conductores, columnistas, movileros, productores, musicalizadores, operadores y técnicos en general que con eso hicieron algo interesante… A todos ellos: ¡gracias! Por tantos ratos de compañía, tantas risas, tantas músicas, tantos datos, tantas invitaciones al pensamiento y a la sensibilidad.

* Editor de la web melografias.com.ar. Este texto fue publicado originalmente en el mencionado sitio.

     

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Sitio de tango y noticias culturales. Desde 2003, el espacio referente del tango de estos tiempos.

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