Caño 14 quizás haya sido el lugar más emblemático del tango. En tiempos en los que la música ciudadana comenzaba a sufrir sus primeros síntomas de retroceso en el gusto popular, “la catedral del tango” apareció para convertirse en el espacio donde la misa tanguera nocturna demostraba –de lunes a sábado, “el séptimo día el tango descansó”- toda su potencia y su estirpe de expresión imperecedera en un sagrada cofradía.

A los caños

Abierto en marzo de 1962 en un pequeño local de la calle Uruguay, los tres propietarios -Atilio Stampone, Vicente Fiasche y el ex jugador de San Lorenzo y del seleccionado argentino Rinaldo “Mamucho” Martino- le contaron previamente a Aníbal Troilo la idea de montar un boliche de tango. Entusiasmado, “Pichuco” no solo fue parte esencial del proyecto sino que además bautizó a la iniciativa.

“Caño” porque la esperanza inicial no era mucha y veían que el asunto podía ser poco productivo. “Lo más probable es que nos fundamos y que nos vayamos a vivir a los caños”, dicen que habría bromeado Troilo. El número, el 14, no hacía más que aludir al mundo quinielero y a su significado, el borracho.

Ya con un nombre, la idea finalmente se concretó y el espacio apareció en la escena de la noche porteña con un buda vestido de traje y corbata, con bandoneón, como padrino y anfitrión musical.

Los años gloriosos

Lo cierto es que Caño 14 no se convirtió en ese fantasma de bodegón sin luces que habían conjurado los muchachos. A los pocos meses de su nacimiento, el lugar de la calle Uruguay quedó chico y Caño pasó a su histórico sótano de Talcahuano 975. Allí, transcurrió el periodo de esplendor y comenzó a solidificarse la leyenda.

Quienes tuvieron la posibilidad de habitar las noches de Talcahuano recuerdan con anhelo la misa regular de cada día, un día que empezaba cuando el reloj marcaba las 23. Troilo y Goyeneche en una dupla indestructible, la presencia constante de Héctor Stamponi, los conciertos de Pugliese, Salgán, Roberto Grela y la orquesta de Enrique Francini, entre otros, eran parte del paisaje habitual. Junto a ellos, Juan Carlos Copes y María Nieves completaban las noches del Caño y encendían la liturgia porteña.

“Siempre había algo para esperar de Troilo, del ‘Polaco’. Estábamos expectantes, gozosos. Cuando Francini se enchufaba con el violín y viajaba, nos llevaba a todos en el viaje. El whisky era el mejor carburante”, contaba un parroquiano de los años gloriosos del templo tanguero.

Políticos, periodistas, empresarios, deportistas y artistas de todas las disciplinas no querían perderse lo que sucedía en el lugar. En cada una de sus veladas, Caño 14 se colmaba y muchos hasta se volvían a sus casas sin poder entrar. “Se dio el caso de que uno de los que se quedó afuera, una noche, fue nada menos que Carlos Perette, vicepresidente de la Nación cuando Arturo Illia era presidente”, contó Atilio Stampone en un texto titulado “Un sueño realizado”.

30 años no es nada

Fueron 25 años de existencia de Caño 14. Un reducto tanguero que se expandió más allá del centro con temporadas en Mar del Plata y que hasta encontró una réplica en Colombia con un local del mismo nombre que culminó con un final trágico.

Pero el Caño porteño lejos estaba de aquel desenlace colombiano. Su mística, la música y su ambiente representaron un bastión de defensa y difusión para el género hasta 1986, cuando sus puertas se cerraron.

Ya en otro contexto, hacia 1997, Caño 14 reabrió en Recoleta pero las luces de neón ya no iluminaban la calle como antes. Faltaban poco tiempo para que, a partir de los primeros años del siglo XXI, otras generaciones empezaran a construir sus propios espacios para forjar una nueva vivencia de la noche porteña, siempre al compás del tango y el corazón.